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La cafetería del amor.

Su compañera de editorial le había insistido en que uno de los mejores sitios para ligar era en las cafeterías de los hoteles. Él no estaba de acuerdo, pero esa tarde tenía cansancio acumulado de la escalada del día anterior. ¿A los 40 años no debería dedicarse a jugar al dominó en vez de subir montañas? El caso es que se puso lo primero que encontró, cogió la novela “A un beso de perderte” de otra compi de editorial, que llevaba bastante avanzada, y se fue a la cafetería del hotel de la esquina a tomarse un café. Eligió una mesa cerca de la ventana, con mucha luz, el primer sorbo quemaba, pero al segundo ya estaba enfrascado en la historia de Lariel y Jassmon, jodidos nombres, y su periplo por el desierto. A mitad del café echo una visual y se sorprendió de ver a aquella mujer, toda elegancia, sentada en la mesa de al lado. Ella estaba devorando una tarta con una cuchara pequeña mientras daba sorbitos a un té. <<Será verdad que las cafeterías de los hoteles es donde mejor se liga>> pensó mientras intentaba adivinar la edad de su vecina. Sus cálculos se interrumpieron cuando la camarera veinteañera puso canal reguetón a todo volumen en la tele de la cafetería y a la señora le dio un ataque de tos que culminó al lanzar su dentadura postiza a los pies de él. <<Unos ochenta años>> concluyó, <<y no es verdad que se ligue en las cafeterías de los hoteles>>

La voz en mi cabeza

La voz en mi cabeza no para de decirme lo mismo. «Mírale a los ojos idiota». Yo soy una chica seria, formal, divorciada y no tengo citas. Esta es la primera en años. Pero el mecánico del taller donde llevé el coche es tan dulce, con su mono azul lleno de grasa y esos ojos verdes. Me descolocó cuando me pidió que le firmara un ejemplar de mi última novela. Un mecánico que lee romántica. «Mírale a los ojos idiota». Así que cuando me pidió una cita le dije que sí. No supe negarme. Ahora en el restaurante me arrepiento, pero es guapo el mecánico, tiene buena conversación, ha leído todo lo que he escrito, así que sabe más de mí que yo de él. «Mírale a los ojos idiota». La voz en mi cabeza insiste. Pero me da vergüenza, me da corte, me siento intimidada. Por fin lo miro a los ojos y mi mecánico me sonríe. Decido que ya no necesito el pinganillo en la oreja, y con disimulo me lo quito y me lo guardo en el bolso. Mi compi de editorial, que me observa desde otra mesa, grita algo pero creo que ya no voy a necesitar de sus inútiles consejos.

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